Preguntar por Villalón en el reparto 26 de Julio en esta ciudad cabecera de Isla de la Juventud es recibir respuesta inmediata, pues casi todos los residentes del lugar conocen a este negro alto y delgado, siempre dispuesto a cooperar en lo que se le ocupe.
Pero detrás de ese rostro bondadoso y ya octogenario vive un héroe, protagonista en primera fila, de uno de los hitos más trascendentes en la historia de la Revolución Cubana: la Victoria de Playa Girón.
Este abril, como desde entonces, lo embarga la emoción cuando recibe el homenaje y el reconocimiento de las instituciones y entidades del territorio, de sus vecinos, pero... especialmente de los niños del barrio, a esos a quienes cuenta bajo la sombra de los árboles de su jardín, lo ocurrido en la matancera bahía de Cochinos, hace 63 años.
Yo recibía entrenamiento militar en Mangos de Baraguá cuando nos sorprendió la noticia del bombardeo a los aeropuertos de Santiago de Cuba, Ciudad Libertad y San Antonio de los Baños. Escuchamos a Fidel… Sabíamos que el ataque por mar sería inminente y había que enfrentarlo, narró.
Cuenta a esta reportera que a su compañía le dieron la orden de salir inmediatamente hacia la zona de combate. “Viajamos durante 36 horas en vagones de un tren de carga y ya en las cercanías de Cienfuegos nos actualizamos con la información que llegaba desde el Playa Larga y Playa Girón, los puntos de desembarco”.
A este hombre de probado valor se le ensombrece la mirada cuando rememora aquellas primeras imágenes al llegar a Jagüey Grande y, sin tiempo que perder, subir a un camión militar para seguir camino hasta la línea de fuego.
Era un panorama infernal… a lo lejos “tronaba” la artillería, vehículos de todo tipo nos cruzaban a toda velocidad trasladando heridos hasta el central Australia, donde funcionaban el hospital de campaña y la comandancia.
A ambos lados de la carretera ómnibus, camiones, jeeps y otros medios de transporte calcinados por las bombas napalm que lanzaban los aviones. Incluso, equipos militares habían sido alcanzados, describió.
Enfatizó que allí supieron de las proezas del batallón de la Policía de Cienfuegos, que contuvo al enemigo hasta que llegó el ejército, de los muchachos de la base Granma, quienes manejaron las cuatro bocas como si fueran veteranos, y de tanto heroísmo escrito en aquella franja de costa.
Pero lo peor estaba por venir, al menos para nosotros, recién llegados. En un pequeño manglar fuimos bombardeados por un avión. El napalm de las bombas incendió todo a nuestro alrededor, incluso, alcanzó a un compañero, no pudo evitar el temblor en la voz, presagio del llanto.
Las aguas de un pantano salvador nos libró de las llamas y allí sumergimos a nuestro hombre que ardía sin que pudiéramos librarlo de aquella sustancia letal que volvía a inflamarse apenas salía del agua. Fueron momentos de agonía para todos, aseguró con la voz ya quebrada.
Respiró profundo. Se recompuso en su solemnidad y volvió al relato, corrió como la pólvora la noticia de que los mercenarios se habían rendido, mientras transcurre esta parte del relato su rostro cambió de expresión.
Pero quedaba tarea por hacer. Dispersos por la ciénaga y el monte quedaban mercenarios, quienes huían en estampida, tal vez pensando en el rescate que nunca les llegó. Había que capturarlos a todos por el peligro que representaban para la población civil. Yo estaba entre quienes recibieron la orden de salir en búsqueda de los fugitivos. Y sí que dimos con varios de ellos, sonríe.
Lo mejor de todo es que los cambiamos por compotas, ríe haciendo tintinear las muchas medallas que lleva en su pecho. Todas ganadas en buena lid.
Casi en la despedida, Raúl Villalón Torres, ese combatiente de Playa Girón que se enorgullece de engrosar las filas de los defensores de la Patria, me cuenta una vivencia recurrente en sus recuerdos de la epopeya.
Ah, periodista, persiguiendo a los mercenarios que huían después de la derrota, llegamos hasta un bohío campesino arrasado por la metralla enemiga. La única sobreviviente de la familia era una adolescente menudita y con los ojos llenos de espanto a la que enviamos a Jagüey Grande en el primer vehículo disponible.
Se llamaba Nemecia. Sí, la misma Nemecia que luego el Indio Nabori (Jesús Orta Ruíz) inmortalizó en su poema Elegía de los zapaticos blancos.